-Vine a preguntarle por qué usted no quiso ir a La Adela, a dar el certificado de defunción de Lucía Vermehren.
(...)
El hombre se tragó un vaso de su propio vino y pareció reanimarse.
-Buendo -exclamó triunfalmente -, si me promete discreción, hablaré. Yo examiné a la señorita Vermehren un año y medio antes de la fecha en que dicen que murió, No podía vivir más de tres meses.
-Dar el certificado -interpreté sin entusiasmo - era adminitr un error profesional...
El doctor Sayago se restregó las manos.
-Si quiere verlo así -comentó- no tengo inconveniente.
(...)
-No puedo explicar este asunto sin referirme a mi pobre hija. Por eso no quise hablar.
Confirmó la historia del médico; agregó que una noche, cuando Lucia subió a acostarse, alguna de las muchchas dijo que parecía increíble que en una vida tan cotidianamente igual como era la de ellos, pudiera introducirse un cambio: el cambio definitivo de la muerte. Después recordó la frase, y, en horas de insomnio, cuando las credulidades y los propósitos son más apremiantes, decidió imponer a todos una vida escrupulozamente repetida, para que en su casa no pasara el tiempo.
Debió tomar algunas precuaciones. A las personas de la casa les prohibió salir; a los de afuera, entrar. Él salía, siempre a la misma hora, a recibir las provisiones y dar las órdenes a los capataces. La vida de los que trabajaban afuera siguió como antes; huyó un peón, es verdad, pero no lo habría hecho para salvarse de una disciplina terrible, sino porque habría descubierto que ocurría algo extraño, algo que no podía entender y que por eso lo intimidaba. Adentro, como el orden siempre había sido estricto, el sistema de repeticiones se cumplió naturalmente. Nadie huyó; más aún: nadie llegó a asomarse a una ventana. Todos los días parecian el mismo. Era como si el tiempo se detuviera todas las noches; era como si vivieran en una tragedia que se interrumpiera siempre al fin del primer acto. Transcurrió así un año y medio. Él se creyó en la enternidad. Después, inesperadamente, murió Lucía. El plazo del médico había sido postergado por quince meses.
Así en un mismo día que se repite y se repite, que impide que el tiempo pase, he vivido este año. Cada día se me antoja con el mismo, cada día con sus grises, con sus amarillos, con sus noches frías, uno igual que el anterior, y este igual que el anterior a este. La rutina este artilugio de eternidad me tiene agotado. Esta eternidad, al igual que cualquier otra, no me atrae, por el contrario me llena de deseos de buscar un pasaje hacia la muerte. Hacia la muerte de este yo que tanto aborresco.
Y así en la perpetuidad del instante, seguiré esperando. Esperando a que lleges y despiadada me mates. Me saces de mi lecho de muerte y me des vida de nuevo en otro espacio, con otro tú, con otro yo. Con otros nosotros que construiran a partir de retazos de pasado y toneladas de futuro un nuevo camino, una autopista hacia un futuro lleno de a/des-venturas que viviremos juntos.
Quiero que estes aquí, vestida de luto y que con tu mano blanca me quites el alma y te la lleves junto a la tuya para compartir otra eternidad menos despiada.
Ese es el sentimiento que me acoge, todo el tiempo. Y más ahora que tantas cosas estan pendientes, y el tiempo no alcanza ni para cumplir con todo lo que se promete. Así de desesperado estoy.
Por fortuna hay cosas que no podemos controlar y que a pesar del estricto régimen, hacen un día distinto al otro. Hoy por ejemplo una 'alondra' viajera me trajo un "poema" improvisado a dos voces:
Silencio infinito
punto de quiebra
al borde del límite
un camino cerrado
un plano encierra
miles de puntos miran
como imágenes suyas se repiten*
proyecciones, proyecciones
una relación los contiente
y los muestra reflejados
una relación par es esta.
* No estoy seguro de esta línea
Gracias a A. por esas horas de conversación animadas y sin tiempo.